EL MERCADO MUNICIPAL

El Mercado, por las mañanas, está cuajado de vida. Es un irevenir de trabajo, un ataque a mansalva de olores, colores y sabores: en un esquina la venta de coricos, tortitas de nata, jericallas y frascos de chiltepines, rojos y secos; doblas la esquina, te inunda el olor a tierra mojada del cilantro picado, el “toc-toc” de la tabla taquera es la campana de Pavlov; más allá las chorreadas de Doña Rosa, luego el denso vapor de los tacos de cabeza y enfrente los Esquimos del Griego, que hace muchas mañanas era parada obligada de mis hijas y sus primas, hoy casadas y desparramadas por el mundo, pero siempre recuerdan su “Esquimo y el bollito mañanero”.

Entras, por una puerta lateral de la calle Melchor, a la izquierda, las pescaderías, en camas de hielo, las mojarras plateadas, las sierras de temporada, los pargos rojos con los ojos sorprendidos y la boca en “O“ perfecta, como buscando la última bocanada de oxígeno.

A la derecha, las pollerías, despachan hermosas muchachas, porte aristocrático, expertas en el oficio plebeyo, digno, descuartizador de pollos y vender mollejas.

En los pasillos topas con un viejano enjuto que ofrece el “cachito para hoy” y por ahí debe andar el plasma espiritual del Buto, personaje incrustado en los rincones de este mercado; te envuelven los retazos de pláticas al paso, llegas a las carnicerías, las cabezas de puerco rositas y trompudas (la trompa es el principal órgano sensorial y el ronquido, el atrayente sexual del macho, suelta una feromona irresistible para la puerquita; ojalá fuera igual con nuestros ronquidos). Esas cabezas eran el terror de mi hija Frida.

Hueles el dulzor de plátanos, calabazas, camotes, tatemados, enmielados; divisas la variada, multicolor oferta de frutas y verduras: guayaba de Puebla, uva de Sonora, fresa de San Quintín; las hortalizas de nuestro Valle, tomate, pepinos, berenjenas, cosechados por las manos prietas de jornaleros indígenas, los más explotados de la patria; también los dulces mangos de Escuinapa y las pitayas acribilladas de semillas de los cerros de San Ignacio.

Más al fondo, dominando toda una área esquinera, la Tienda de los Milagros: pócimas y conjuros para quita-poner hechizos, recetas para amarres espirituales y carnales, ajo macho y sal negra para la salación; la Santa Muerte, los Malverdes y San Juditas de vara en la izquierda que jalan buena fortuna. Pregunté a la pocimera-hierbera si había polvo o menjurje espantador de corruptos, huachicoleros y vende-patrias. Todavía no se trabaja esa mercancía. Se requiere un ardor de masas.

Échese una vuelta mañanera por el mercado, recibirá una bocanada del vivir diario. No se arrepentirá. Y tómese un esquimo con un bollito.

A la derecha, hermosas muchachas, reinan sobre pechugas y mollejas de los pollos marca Samperio.

La carnicería. Sobresalen las cabezas de puerco con su trompa-nariz, levantada como si olfateara a clientes carnívoros.

La Santa Muerte o “Niña Blanca”. Se le rinde culto porque protege de enemigos, acarrea y rejunta paz gozosa.

El San Juditas, santo de las causas perdidas; protege y trae fortuna.

Los colores de la patria: el verde de pepinos y chiles, el blanco cebolla y el rojo tomate.

Los mangos de Escuinapa, pitayas dragón de Oaxaca, nunca tan dulces como las pitayas de San Ignacio, polinizadas por un pequeño murciélago.

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